UNO DE LOS NUESTROS (O QUIZÁ NO TANTO)

Acabo de ver de nuevo Uno de los nuestros. Quería escribir un post titulado “Por qué Casino me gusta más” (que no es lo mismo que decir que es mejor), así que mi plan era (y es) hacer una sesión doble, o sea, un Bang Bang. Pero como sucede con las obras maestras a poco que uno esté atento, cada vez que las ve repara en algún detalle nuevo. El caso es que muy al comienzo de la película, en el relato concentrado y de ritmo y narración magistrales en el que Scorsese nos cuenta la adolescencia de Henry Hill, el personaje protagonista que ya adulto interpreta Ray Liotta, una escena me ha llamado la atención. Es un momento en apariencia trivial, pero que esta vez me pareció como encajado en el conjunto de esos años de formación del futuro gángster. Henry es ya un aventajado chico para todo de Paulie, el parsimonioso capo que borda Paul Sorvino. El joven aprendiz lo mismo quema unos cuantos coches que entrega mensajes llamando desde cabinas.

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En la escena en cuestión vemos a Henry trabajando en una de las pizzerías-tapadera de Paulie cuando un hombre herido de bala y ensangrentado pide ayuda y se desmaya a la puerta del establecimiento. Henry lo socorre y procura contener la hemorragia con varios mandiles, sin hacer caso de las protestas del matón de Paulie que lo tutela en la pizzería.

No imaginamos a ningún otro personaje de Uno de los nuestros (y menos que a nadie a Jimmy Conway -Robert De Niro- o a Tommy DeVito -Joe Pesci-) actuando de esa manera. La escena nos muestra que hay cierta fisura en la integración de Henry en el mundo que le rodea, una especie de fibra que establece una sutil distancia entre él y el resto de los goodfellas. Scorsese irá marcando esa distancia aquí y allá a lo largo de la película.

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A pesar de que Henry, Jimmy y Tommy son buenos compadres, el espectador percibe que entre Jimmy y Tommy hay una mayor complicidad, una conexión más profunda (por ejemplo, vemos a Jimmy, siempre implacable, derrumbarse como un niño cuando se entera de que a Tommy lo han asesinado). Tommy es más volcánico e impulsivo, pero ambos comparten un mismo código. Esta unión, y la relativa distancia con Henry, quedan de manifiesto en el brutal asesinato y enterramiento de Billy Batts, en el que Henry es un espectador bastante horrorizado. Cuando Tommy aparece en el bar con la intención de ajustar cuentas con Billy, Henry procura calmarlo, mientras que Jimmy ni siquiera lo intenta. De hecho le falta tiempo para sujetar a Billy y unirse a Tommy en la tremenda paliza. Ninguno de los dos tendrá problemas de apetito cuando, camino del enterramiento del cadáver, hagan una parada en casa de la madre de Tommy, que les prepara una abundante cena; como tampoco dejarán de bromear sobre lo ocurrido mientras engullen la deliciosa pasta de la señora DeVito. Henry en cambio está tan callado e inapetente que le preguntan si le sucede algo. Y en la archiconocida escena del maletero, cuando descubren que Batts sigue agonizando, Tommy lo acuchilla con saña y Jimmy le pega varios tiros, ante la mirada nuevamente horrorizada de Henry. Para terminar de redondear esa diferencia, cuando meses después se ven obligados a desenterrar el cuerpo de Batts para llevarlo a otro sitio, Jimmy y Tommy se ríen de Henry, que vomita sin parar por el hedor y la putrefacción del cadáver descompuesto.

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Y es que Henry no está hecho para la violencia extrema y el asesinato que otros asumen con mayor o menor naturalidad. Él es un advenedizo en un mundo que le ha permitido escapar del destino mediocre reservado al común de la working class norteamericana. Un chico listo y de pocos escrúpulos, soñador y seductor, que ha visto en el robo, la extorsión y el tráfico de drogas un atajo excitante para lograr el sueño americano.

Esa pequeña grieta es por donde al final, más allá del sálvese quien pueda en que desemboca la trama, se cuela el destino trágico de los personajes en forma de delación. La traición de Henry condena a sus compañeros a la cárcel y a él a una vida gris, triste y aburrida, es decir, a lo que aquéllos y éste querían evitar a toda costa.

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