Hay veces que a la salida del cine, incluso antes de tener claro si la película me ha gustado, me digo a mí mismo “a la próxima película de este director, iré de cabeza”.
Es algo que me sucedió en el festival de 2014 con Güeros, y es algo que me ha sucedido este año con Les Démons.
Dos títulos muy distintos pero con un factor común muy especial: son películas que te tocan, pero de una manera que no llegas a entender y que no eres capaz de explicar.
En Les Démons, Felix, un niño que vive en la ciudad de Montreal, pasa por ese momento de la infancia en el que las cosas que no entiendes te asustan. Aunque se trata de un sentimiento que nunca acaba de abandonarnos, es durante esos años tan vulnerables cuando más aterradora puede ser esa sensación. Especialmente si eres un niño sensible e imaginativo. Y Felix lo es.
A los ojos de nuestro pequeño protagonista el mundo parece desmoronarse y situaciones comunes se transforman en experiencias angustiosas para él. Una pelea familiar, el despertar sexual acelerado por el flechazo por una profesora, una conversación aleatoria sobre una enfermedad, una noticia sobre un pedófilo en la provincia. Todo hace mella en el frágil carácter del protagonista. Tanto como para que el auténtico terror que le rodea quede diluido entre los miedos imaginarios que le atenazan. En esos miedos podemos encontrar el origen de algunos actos ocasionales en los que se convierte a los ojos de otros en un monstruo sin alma ni conciencia, abusando de sus compañeros más débiles sin ningún tipo de piedad.
El único respiro que Philippe Lesage, guionista y director, concede a Felix es la relación con sus hermanos, quienes a pesar de vivir un momento familiar complicado por las constantes peleas que presencian intentan animar a su pequeño hermano tratándolo con cariño o, en una escena preciosa, bailando juntos al ritmo del alegre Pata Pata de Miriam Makeba, para intentar que salga del encierro emocional que él mismo se ha impuesto.
Esa relajada escena en la que los tres hermanos se dejan llevar por el ritmo de la música contrasta con el resto de la película, ahogada por un tono de fatalismo. El director consigue que durante toda la película estemos anticipando un acontecimiento dramático que no acaba de llegar. Da la sensación de que coloca a los personajes al borde de un precipicio figurado donde el terreno está a punto de ceder, arrojando a los personajes al vacío. De hecho, en la escalofriante pelea que enfrenta a los padres en presencia de sus hijos, la cámara se dedica a perseguir a la familia que corre frenética por la casa en un ambiente de violencia y el espectador sufre presagiando el drama.
Un miedo que también sentimos cuando Felix confiesa a su hermana su temor de estar contagiado de una enfermedad de transmisión sexual y ella le pregunta si ha mantenido contacto con algún adulto. Es imposible no encogerse en el asiento temiendo que una mentira destruya la vida de alguno de los mayores al estilo de lo que vimos en La caza. Pero una vez más el director ha jugado con nosotros y lo que imaginamos es peor que lo que sucede.
Tan agobiante es la sensación de que la tragedia esta siempre a la vuelta de la esquina y tal es la tensión que llevamos sufriendo durante todo el metraje, que cuando en la última parte de la película observamos actuar al auténtico depredador, el impacto es menor. El dramatismo de lo que vemos en pantalla queda diluido por lo que hemos imaginado en nuestra cabeza. Y es que los terrores son aún peores cuando los anticipamos. Sobre todo cuando el que los anticipa es un niño.