*Texto de Fernando Iradier, actualizando su publicación original en la revista Arteuparte.
En 1897 el escritor irlandés Bram Stoker publicaba Drácula, una de las novelas más influyentes de la literatura moderna. Precedido por otros autores como Polidori o Sheridan Le Fanu, el texto de Stoker asentaría definitivamente el arquetipo del vampiro en nuestro imaginario colectivo. Drácula supone pues el origen incontestable de muchas de las historias de este ser de las tinieblas, especialmente las cinematográficas. Casi cien años más tarde, el director Francis Ford Coppola regresó a ese punto de partida en uno de sus mejores trabajos.
La historia es conocida por todos, no así su prólogo. En esta película el Conde fue antaño un poderoso caballero defensor de la fe cristiana que, tras la injusta muerte de su enamorada, abrazó los poderes de la oscuridad. Siglos más tarde nos reenganchamos al argumento original de la novela con la llegada del abogado Jonathan Harker a Transilvania. El invitado de Drácula se convierte progresivamente en un prisionero dentro del castillo del Conde, pero el destino se interpone cuando el vampiro descubre una fotografía de su prometida, calco exacto de su perdida Elisabeta.
Contra todo pronóstico, el título de la película es engañoso. Si bien Drácula se vende como una adaptación fiel a la novela de Stoker, lo cierto es que esta fidelidad es meramente formal. En efecto, aunque el film reproduce los extractos de diarios y cartas que forman la estructura del libro, Coppola y el guionista James V. Hart quisieron presentar a su vampiro como un ser atormentado y desesperadamente vivo, casi un antihéroe romántico, una humanización del monstruo apoyada además en el intercambio de personalidades con su antagonista, el profesor Van Helsing.
De otra parte, Coppola no teme introducir en la historia una clara alegoría acerca de la sexualidad reprimida. No es algo forzado si se piensa en las connotaciones metafóricas del vampirismo y la sangre. A nadie se le escapa el papel sumiso de la mujer en esa sociedad victoriana, reprimida en sus impulsos por una férrea educación religiosa y moral. El desconcierto de Mina y Lucy al observar un Kamasutra se opone a las lascivas apariciones de las vampiresas. Dicho de otro modo, cuando Mina huye de su prometido para arrojarse a los brazos del Conde, escapa también de un futuro gris, de toda esa muerte espiritual y pasional (no solo física) que le aguarda. Paradójicamente, para ella la verdadera vida se encuentra en la no-vida que el vampiro le ofrece.
El trabajo de los actores protagonistas es excepcional. No es de extrañar si se tiene en cuenta que inicialmente la película estaba concebida como si de una obra de teatro minimalista se tratase, una idea que se fue diluyendo tras profundas reestructuraciones del guión en las que el propio reparto colaboró. Gary Oldman firma aquí la interpretación de su vida encarnando a un Drácula que inspira terror y piedad al mismo tiempo, respondido por una Winona Ryder en estado de gracia. Más discutibles son el poco carismático Keanu Reeves y un histriónico Anthony Hopkins. Completan el reparto los secundarios Sadie Frost, Bill Campbell, Richard E. Grant, Cary Elwes y el cantante Tom Waits, sorprendente Renfield. Los más observadores también podrán reconocer a Monica Bellucci en uno de sus primeros papeles. Es imposible olvidarse de la inquietante y maravillosa banda sonora de Wojciech Kilar, acompañada en los créditos por la voz de Annie Lennox.
Drácula es, en sí misma, un hermoso homenaje al séptimo arte. La película está plagada de referencias cinematográficas, destacando los guiños al cine japonés. No en vano, Coppola fue uno de los introductores de Kurosawa en Estados Unidos. Así, podemos reconocer fragmentos del Kwaidan de Kobayashi en los siniestros ojos que observan el tren desde el cielo o escuchar ecos de las batallas de Kagemusha en la crepuscular lucha de sombras chinas que abre la película. Como no podía ser de otro modo, también se nos aparece en ocasiones la sombra del Nosferatu de Murnau. Siguiendo con la influencia del país del sol naciente, el contundente vestuario de Eiko Ishioka viste de geisha a una novia vampiro y hasta se permite aludir a Klimt en sus diseños.
Pero quizás el homenaje más llamativo de la película sea el que toca a la elaboración de sus efectos especiales. Coppola quiso hacer uso de todos los trucos tradicionales del cine clásico en el centenario de su nacimiento, una tarea titánica que acabó con parte del equipo de especialistas en la calle. Recurriendo a maquetas, matte paintings, juegos de espejos, un espectacular maquillaje y otros trucos no digitales se consiguió una recargada atmósfera barroca y en ocasiones claramente operística. Podemos ver algunos de estos ingenios en esa escena, completamente inexistente en la novela, en la que el Conde visita el cinematógrafo. La analogía entre vampirismo y cine es hermosamente precisa: Al igual que el vampiro, el cine tiene algo de sobrenatural, reproduce la vida pero la deforma, hipnotizando a quienes lo contemplan con su belleza engañosa.
A pesar de un discreto palmarés en los Oscars -cuatro nominaciones, de las cuales ganó las de mejor maquillaje, vestuario y edición de sonido- y una recepción controvertida, la película obtuvo un notable éxito en taquilla, devolviendo a su director el crédito artístico perdido en los últimos años y una estabilidad económica mermada tras varios fracasos comerciales. Vilipendiada por los más acérrimos seguidores de la novela, apasionada hasta la incoherencia e irregular en su desarrollo, detrás de la cámara se intuye en todo momento la megalomanía de un amante del cine. No cabe duda de que Drácula, de Bram Stoker es ante todo el Drácula de Francis Ford Coppola.