Imagina que un día llega a tus manos una caja de cartón en la que encuentras un puñado de cintas con grabaciones caseras. El único dato a la vista es una fecha escrita en cada una de ellas. Con bastante curiosidad y algún espíritu de voyeur pones la primera de ellas y te encuentras con las imágenes de una familia muy convencional. Una pareja con dos niños: niño y niña para ser exactos. Sólo falta el perro y la imagen de una bandera con barras y estrellas al fondo para que funcione como vídeo de propaganda americana de los sesenta.
Cuando acaba la primera cinta, empiezas con la segunda de inmediato. Inquieto, no puedes parar. Y después de ésta, la siguiente, y después otra, hasta que ya no hay más. Entonces rebuscas entre el montón por si se te hubiera escapado alguna. Quieres, necesitas saber más de esa familia.
Cuando aceptas que no hay más y que no llegarás a saber qué ha sido de ellos te paras a reflexionar y sonríes ante lo ridículo de la situación. Estás obsesionado y emocionado con alguien que no conoces y que probablemente no llegarás a conocer jamás. No puedes evitar pensar en el protagonista de Dans la Maison, en la que Ozon nos cuenta la historia de un profesor que se salta todas las reglas éticas para poder escuchar un capítulo más sobre aquella familia burguesa en la que su alumno se había infiltrado.
De las grabaciones sorprenden dos cosas. La primera es la selección de momentos que esa familia decidió inmortalizar. Puede que haya unas cuantas obviedades, como una graduación o algún cumpleaños, pero la mayoría de los elegidos son momentos íntimos y aparentemente insignificantes que nos permiten conocer y entender a cada uno de los miembros de la familia, y a la vez, sirven para mostrarnos los pequeños triunfos o las dolorosas tragedias de sus vidas.
La segunda es la facilidad con que tu mente rellena los huecos de esos doce años de historia que has visto pasar por delante de tus ojos. Puede que reconozcas su vida en la tuya. O puede que lo que no te cuenten lo hayas vivido y lo tengas tan grabado en tus recuerdos que no te cueste nada insertar entre esos vídeos la imagen de tu primer beso, de tu primera pelea, de tu primer flechazo o de tu primera decepción.
Queda claro que el niño es el hilo conductor de cada una de las cintas de vídeo, y sin embargo es a los padres a los que más vemos evolucionar.
A él, al padre, lo descubrimos como un joven al que la paternidad le llegó muy pronto y no fue capaz de asumirla. Pero poco a poco lo vemos transformarse en el padre que siempre estuvo ahí pero que tardó demasiado en salir a la luz, al menos para estos niños.
Y a ella, la madre, la vemos por primera vez ya abrumada por el trabajo y las responsabilidades. No dejará de estarlo con el paso del tiempo, pero demuestra su carácter tomando las riendas de su vida y esforzándose en convertirse en la persona que siempre quiso ser más allá de ser la madre de sus hijos. Lo que no impide que, cuando llegue el momento de poner fin a esa etapa, podamos leer entre sus gritos y reproches el dolor de dejar ir a la persona que para ella lo ha significado todo durante tantos años.
Y con la historia completa en tu cabeza, parte contada, parte imaginada, te acuestas en la cama.
A la mañana siguiente crees haberlos olvidado. Sólo es otra historia más de las muchas con las que te topas a lo largo de tu vida. Pero de repente el iPod te juega una mala pasada y suena una de las canciones que escuchaste en los vídeos que encontraste en la caja de cartón. Concretamente la que sonaba cuando la madre dejó ir a su hijo, viendo cómo se alejaba. Y se te hace un nudo en el estómago. No parece que vaya a ser fácil olvidarlos. Porque no es tan fácil olvidar una vida.