Hay bastante gente decepcionada por que Birdman haya sido la triunfadora de los Oscar en detrimento de Boyhood (alguno escribe en este blog, ¿eh, Labekoa?). No me interesa demasiado ese hecho en sí, ya que creo que hay que valorar los Oscar como lo que son: una gran fiesta de la industria cinematográfica, más que una instancia crítica de especial prestigio. A veces aciertan más, y otras, menos, pero siempre consiguen poner al cine, o más concretamente a Hollywood y a las películas nominadas, en el centro de la atención global. Son un perfecto marketing planetario. Pero más allá de eso, no son las Tablas de la Ley. Hay tantos casos de películas y artistas justamente reconocidos con la preciada estatuilla, según ha ido determinando después el paso del tiempo, como de obras maestras y creadores geniales ninguneados en la dorada noche del cine.
La división de opiniones en torno a si Birdman merecía o no el Oscar a la mejor película me interesa en la medida en que apunta a una sombra que parece envolverla desde su estreno: ¿es o no es una gran película? De hecho, la polémica sobre sus méritos para desbancar a Boyhood sería un apartado de esa otra cuestión principal. Yo, lo confieso, no lo tengo del todo claro (por eso escribo estas notas, para intentar aclararme un poco). Me parece incontestable que Birdman es una buena película, en el sentido más técnico de la expresión: la realización es potente, virtuosa; las interpretaciones rayan a gran altura; el tema de fondo (la resurrección de un hombre, la posibilidad de un nuevo comienzo en la vida y el lugar del arte en todo ello) no es banal. Y sin embargo, ¿por qué han sido frecuentes las opiniones que la juzgan fallida?
El argumento más esgrimido por muchos sería éste: Birdman es un artificio meritorio, un tour de force brillante en la forma, pero es una película sin alma, sin capacidad para enganchar emocionalmente al espectador, que asiste a un suntuoso despliegue de recursos estilísticos que ahogan la experiencia de los personajes y la vuelven inauténtica. Todo ese incesante repertorio de formas, hilvanado en el continuum de un único plano secuencia (que no hace sino subrayar esa primacía de lo técnico), no aumentaría la temperatura emocional, no ayudaría a los personajes a desplegar su drama. Más bien al contrario, éstos quedarían atrapados en la telaraña formalista, reducidos a resortes argumentales que dan pie al virtuosismo. El estilo lo ocupa todo, se pone a sí mismo en primer plano, devora la película.
Quizá para compensar esa relegación, los personajes son también a su vez pirotécnicos, excesivos, verborreicos. Todos parecen hallarse en una especie de naufragio emocional en el que procuran alcanzar algún tipo de tierra firme. Se diría que, de alguna manera, el bombardeo formal zarandea a los personajes y los desquicia (¿o es al revés?), y toda la película se vuelve una barroca coctelera de histrionismo que, en último término, no pasa de ser un inmenso artificio sin entraña. Vacío manierismo.
Sí, es una forma de verlo. Pero esa comunión de excesos entre el estilo visual y los personajes pasados de rosca, y entre el universo cerrado de ese plano secuencia y el espacio único del teatro en el que, claustrofóbicamente, todo se desarrolla, apuntan también a otro modo de ver las cosas.