Muchos de quienes afirman que Boyhood debió imponerse a Birdman en los Oscars aluden a que, frente a la frialdad emocional que la película de Iñárritu les provoca, la obra de Linklater sí consigue conectar con el espectador, implicarlo en la historia de los personajes, emocionarlo. El contraste entre ambas películas queda además especialmente subrayado por su disparidad de estilos. Frente al teatral barroquismo de Birdman, que sepultaría el drama en capas de artificio, Boyhood conseguiría precisamente lo contrario: algo muy parecido a una transparencia estilística que sería la mejor manera de aprehender el flujo mismo de la vida y de mostrarla al espectador en su más efectiva y directa desnudez.
A su manera, Boyhood no es menos ambiciosa y excesiva que Birdman. Un proyecto de rodaje de 12 años la convierte, en términos de producción y planificación, en algo excepcional en la historia del cine. Pero esa singularidad queda fuera de la película, no entorpece su particular naturalismo, sino que precisamente lo hace posible; permite a Boyhood presentarse como una ficción construida con realidad y, por eso mismo, como una película que de alguna manera no es exactamente una película, sino un punto de contacto entre el cine y la vida, entre la realidad y el arte.
Birdman, en cambio, busca hacer presente el artificio de principio a fin. Parte de una concepción barroca del lenguaje artístico (no hay que olvidar que el teatro como metáfora de la vida y del mundo es un tópico central del Barroco). No pretende borrar las huellas sobre la construcción retórica que toda obra es, sino todo lo contrario. Nos enfrenta a la cuestión de si la vida puede ser comprendida y representada sin máscaras, sin espejos, sin retorcimientos, sin choque dialéctico y formal. Lo que en Boyhood adquiere transparencia y parece como fluir, en Birdman es tortuoso y tumultuoso.
Pero ambas se parecen más de lo que a simple vista cabría imaginar (¿no son los 12 años de rodaje de Boyhood algo así como una especie de plano-secuencia de la vida?): ambas exploran las posibilidades del lenguaje cinematográfico (del lenguaje artístico) para representar y comunicar la vida. Aunque de estilo muy distinto, las dos son películas formalmente ambiciosas y autorreflexivas. La disparidad de sus poéticas no nos debe hacer perder de vista que ambas son igual de artificiosas. Lo que habría que valorar entonces es si la comunión de medios y fines que cada una plantea es exitosa, de acuerdo a sus propios propósitos.
En este punto, Boyhood ha gozado de un acuerdo más amplio: la película conseguiría poner al lenguaje a trabajar en la dirección correcta, en la captación de la vida, haciendo partícipe al espectador de ese significado que la forma revela ante él. Birdman, en cambio, habría fallado en su objetivo, en opinión de muchos: mostrarnos el resurgimiento de un hombre a partir de un doloroso proceso personal y artístico. Yo estoy más cerca de contarme entre los que sí vieron en Birdman, más allá de un innegable virtuosismo, una película con capacidad de emocionar y revelar, y sobre todo, una película que propone una interesante exploración de las relaciones entre arte y vida, entre forma y autenticidad, a partir de la metáfora del teatro y de la representación. Intentaré dar mis razones.