Tras la pésima experiencia de su debut como director en Piraña II (1981), Cameron volvió por la puerta grande como realizador tres años después con Terminator (1984), cuyo guion firmaría también junto a Gale Anne Hurd. Desde entonces, el cineasta nacido en Ontario (Canadá) se ha convertido en uno de los nombres esenciales de la industria cinematográfica norteamericana, con cintas como Aliens (1986), Terminator 2 (1991), Titanic (1997) o Avatar (2009), sin olvidar títulos como Abyss (1989) o Mentiras arriesgadas (1994). El gran éxito de Terminator lanzó también definitivamente la carrera de Arnold Schwarzenegger, que dos años antes había protagonizado Conan, el bárbaro (1982).
Terminator destacó por sus innovadores efectos especiales (no en vano éste era el campo en el que Cameron había empezado en el cine), pero si la película gozó del favor de público y crítica cuando se estrenó y ha conseguido convertirse en un clásico perdurable del cine moderno es, en mi opinión, sobre todo por dos motivos: el primero, haber aportado un gran malo para el imaginario, y el segundo, una hábil combinación de elementos en el guion que propicia una efectiva mitología.
El hieratismo robótico y casi afásico de Schwarzenegger se ajusta como un guante a un personaje que es en realidad una versión de Frankenstein. Dos años después de los replicantes de Blade Runner (1982), Cameron ofrece su versión del mito prometeico que Ridley Scott actualiza en su soberbia distopía biológico-tecnológica (presente también en 2001: una odisea del espacio –1968–, una de las obras que más influyeron en la vocación de cineasta de Cameron –el ojo rojo del Terminator es un claro guiño al del HAL 9000 de Kubrick–).
Sin el halo filosófico (y un poco pedante, todo hay que decirlo) de Blade Runner, Terminator también expone, bajo la fórmula del cine de acción y mediante un cocktail de referencias y subgéneros, las consecuencias que tienen para el ser humano sus propias criaturas cuando desafía las leyes de la creación. El Terminator T-800 es, además, el Frankenstein de un Frankenstein: un cíborg diseñado por las máquinas que se han rebelado contra la especie humana, a la que intentan aniquilar tras haber provocado un cataclismo nuclear. Enviado desde un cercano y distópico futuro de sabor mad max en el que los humanos libran una guerra de guerrillas contra las máquinas, el Terminator tiene algo de la torpeza y la ortopedia frankensteinianas, aunque las compensa con la determinación aniquiladora de un serial killer implacable y liberado de psicologismos.
Precisamente el de asesino en serie es uno de los subgéneros o esquemas formales utilizados por Cameron para darle solidez a la trama. Como el T-800 sólo conoce el nombre de Sarah Connor para llevar a cabo su misión, en la primera parte de la película asesina a otras mujeres con ese mismo nombre antes de identificar a su verdadero objetivo. Sigue por tanto un patrón que la policía de Los Ángeles asimila al modo de actuar de un asesino en serie, y que se combina aquí con otro subgénero como el del falso culpable, que también se aplica durante una parte de la trama a Kyle Reese (Michael Biehn), el hombre enviado desde el futuro para proteger a Sarah Connor (Linda Hamilton) y al que la policía detiene creyéndole el autor de los asesinatos del Terminator.
La historia de amor entre Sarah y Kyle es probablemente lo más débil del guion, en especial la escena del motel en el que es concebido el futuro mesías de la humanidad (tampoco los actores, de escasas dotes interpretativas, ayudan mucho). La relación entre ambos personajes está basada en un esquema inspirado en la sagrada familia bíblica. Sarah remite a la esposa de Abraham, madre milagrosa a los 90 años de Isaac, pero es también un trasunto de María (el personaje se nos presenta, frente a su compañera de piso, no literal pero sí simbólicamente virgen). Kyle es a su vez una variante de José, una especie de padre putativo venido del futuro que cumple también la función de Gabriel, el arcángel de la Anunciación. El fruto de este amor será el líder salvífico de la humanidad en el mundo postapocalíptico.
Pero afortunadamente este punto de cristología new age no impide que el personaje de Sarah Connor sí tenga al menos cierto desarrollo dramático. Al comienzo de la película se encuentra en una situación de impasse vital: trabaja como camarera, comparte piso, llega con dificultad a fin de mes y las citas le dan plantón. Todo tiene un aire anodino y mediocre, pero también intuimos que provisional. Ésa no es la auténtica vida de Sarah Connor. La fatalidad insoslayable de todo héroe la alcanza y la sacude hasta transformarla por completo. Para ello primero debe asumir su destino extraordinario: no es una camarera más, sin rumbo definido en la vida, sino la madre del futuro líder de los hombres.
Como todo héroe trágico, Sarah sufre por el peso de la responsabilidad que recae sobre sus hombros (¿por qué yo?), y también por aquello que ella sabe y los demás ignoran (la destrucción nuclear, la rebelión de las máquinas, la posibilidad de la extinción de la especie humana). Pero Sarah descubre que sí puede sobrellevar ese destino. De hecho, vencer al Terminator es en realidad la manera de alcanzar esa vida auténtica. De la mujer en crisis del comienzo hemos pasado a la mujer resolutiva y segura de sí misma del final, preparada para ser quien es. Este desarrollo dramático está presente en otras heroínas fuertes de la filmografía de Cameron, como la Ripley (Sigourney Weaver) de Aliens, la Helen (Jamie Lee Curtis) de Mentiras arriesgadas o la Rose (Kate Winslet) de Titanic, por lo que puede decirse que es uno de los temas de su obra.
Todos estos elementos van cuajando la forma y los temas de la película, pero el núcleo de la misma es el mencionado mito prometeico, formulado aquí como el choque entre el ser humano y la máquina, y que el propio T-800, un cíborg u organismo cibernético, compendia simbólicamente. Terminator adquiere su solidez interna a partir de esta presencia de las máquinas, que la recorren como un leitmotiv formal y temático. Muy significativamente, la película se abre con un plano del funcionamiento de los pistones de un camión de recogida de basuras. A partir de ahí, la presencia de distintos artefactos y gadgets propios de la eclosión doméstica de la tecnología en los 80 van punteando la trama, pero lo hacen además creando con maestría un mal augurio, ya que en varias ocasiones el artilugio en cuestión perjudica a los seres humanos, anticipando la hecatombe nuclear que marcará la rebelión de las máquinas. El mejor ejemplo son los walkman que usa la compañera de piso de Sarah, que le impiden (porque la aíslan) escuchar la llamada desesperada de aquélla, que quiere advertirla del peligro del Terminator. Irónicamente, Sarah sólo consigue dejar un mensaje en el contestador.
Y es que Terminator dibuja un presente en el que el ser humano ya empieza a estar asediado por sus propias creaciones y en el que se está incubando la insurrección que tratará de destruirlo. Es un gran acierto de la película mostrar que la rebelión ya ha estallado en el futuro inmediato, y que es por tanto inevitable. De hecho, la misión de Kyle y Sarah no es impedir en el presente que suceda esa rebelión, sino garantizar la existencia del líder en el futuro. Esto no sólo le confiere al argumento una dimensión trágica, fatal, sino que lo amplía con dos planos temporales que se enriquecen el uno al otro, en especial el del presente, pues desde la revelación de lo que sucederá ya no vemos del todo a las máquinas como entes inamimados.
Paralelamente, hay un proceso de progresiva humanización del Terminator, expuesto al entorno humano en su viaje al pasado: el humor involuntario de la frase “Volveré” o los momentos ante el espejo del baño reflejan esa paulatina transformación, que culmina, paradójicamente, cuando el Terminator pierde al final su revestimiento humano. Es entonces cuando más humano parece, porque está herido, cojea y es vulnerable. De hecho, su final, sin ser la muerte de Roy (Rutger Hauer), el replicante de Blade Runner, es a ojos del espectador algo a caballo entre la muerte (humana) y la destrucción (maquínica).
Pero la fatalidad del futuro no sólo subraya el desarrollo imparable de una tecnología que se constituye en una segunda naturaleza, sino que nos enseña que es inherente al ser humano afrontar una relación dialéctica con sus propias creaciones, ya que éstas en realidad son parte de él. No puede renunciar a ellas, sólo puede aspirar a no ser devorado, a controlar su lado oscuro (“Tech Noir” se llama el disco-pub en el que el Terminator y Sarah coinciden por primera vez: un rótulo que describe tanto el género como el tema esencial de la película). Porque aunque el ser humano puede ser destruido por sus criaturas, éstas también pueden ayudarlo o completarlo.
La ambigüedad intrínseca de la tecnología queda retratada en la pelea final entre el Terminator y Sarah Connor que tiene lugar precisamente en la cadena de montaje robotizada de una fábrica: mientras el T-800 se arrastra tenaz y de un modo casi psicóticamente humano para asesinarla, la malherida Sarah consigue finalmente matarlo/destruirlo gracias a una prensa industrial (cuya imagen enlaza, no por casualidad, con el citado plano inicial de los pistones del camión de la basura). Y es que en definitiva, esa ambigüedad es la nuestra, la que define nuestra condición humana.