GREMLINS: GAMBERROS POR UN RATO

Gremlins es uno de los títulos míticos de 1984, verdadero año triunfal de la edad de oro ochentera: Cazafantasmas, Terminator, Karate Kid, Indiana Jones y el templo maldito, Pesadilla en Elm Street, Top Secret, Superdetective en Hollywood… Películas que están en el disco duro de una generación y desde luego del público bangbanguero.

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Con Gremlins podemos comprobar hasta qué punto lo infantil se ha ido infantilizando desde esos ochenta más salvajes y seguramente más libres en la creación. Cómo olvidar, por ejemplo, que fue también en 1984 cuando empezó a emitirse La bola de cristal, un programa que trataba a niños y adolescentes como seres dotados de inteligencia. La película de Joe Dante (con Spielberg como productor ejecutivo un año después de E.T.) se estrenó con la calificación de “Para todos los públicos”, pero la violencia de algunas escenas hizo que se cuestionara, e incluso que la Asociación Estadounidense de Cineastas modificara el sistema de calificación por edades que venía utilizando. La corrección política comenzaba a gestarse…

Pero Gremlins no es propiamente una película infantil. No sólo desde la perspectiva actual, sino tampoco entonces. El guion de Chris Columbus mezcla hábilmente registros distintos: el cuento de Navidad, el terror, la crítica social, el humor… La película se inscribe en el subgénero de la parábola navideña, con su azúcar y su moraleja, pero con más mala leche de lo que parece y grandes dosis de gamberreo. Randall Peltzer, un voluntarioso pero fallido inventor de artilugios caseros, compra en una tienda del Chinatown neoyorquino un Mogwai, una adorable y curiosa criatura, mitad osito, mitad peluche, para regalársela a su hijo Billy en Navidad, con la advertencia, eso sí, de seguir a rajatabla tres reglas: no mojarlo, no exponerlo a luces brillantes y, sobre todo, no darle de comer pasada la medianoche. Por supuesto, las cosas se torcerán, hasta sumir en el caos a la pequeña comunidad de Kingston Falls, metáfora de la American beauty norteamericana de los ochenta.

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El guiño al Capra de Qué bello es vivir (1946) es más que evidente (de hecho se ve en un televisor un fragmento de la película): el protagonista, Billy, trabaja en el banco de la pequeña población, como el personaje de James Stewart de Qué bello es vivir, James Bailey (apellido que se pronuncia muy parecido a Billy). Ambas obras son un cuento navideño en cuya moraleja se denuncia la desviación de un capitalismo que olvida el bien común y la responsabilidad social. Pero si la película de Capra era también una reivindicación de la importancia del individuo y de su capacidad para mejorar las cosas en el marco de unos valores tradicionales que buscan recuperar el espíritu de cohesión social del New Deal, en Gremlins las destructivas criaturas funcionan sobre todo como una experiencia de liberación colectiva de los demonios ocultos bajo una armonía sólo aparente.

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Porque los Estados Unidos del período de Reagan (en 1984 ganó las elecciones que le otorgaban un segundo mandato) son los del auge del capitalismo financiero (Wall Street, de Oliver Stone, es de 1987, año del crash bursátil), de la recta final de la Guerra Fría y su paranoia nuclear y anticomunista (también aparecen en Gremlins unas imágenes de La invasión de los ladrones de cuerpos, la joya de serie B de Don Siegel que en 1956 plasmó genialmente el terror yanqui a la Unión Soviética y al enemigo interior) y del desplazamiento del núcleo duro de la economía industrial hacia la tecnología, con la consiguiente reconversión y pérdida de empleo en amplios sectores del país (es precisamente un mecánico que ha perdido su trabajo por el declive industrial norteamericano frente a los productos japoneses y europeos, el que bautiza en la película como gremlins –diablillos que según la cultura popular estropeaban los artilugios mecánicos– a las criaturas malignas que han desatado el terror).

MIX GABA

Los gremlins, que actualizan el tema del doble y de Jekyll y Hyde, nacen de nuestro interior porque son nuestro otro yo reprimido, el que quiere vivir sin reglas ni restricciones, guiado por el principio del placer y la pulsión destructiva. Pero son también la metáfora de las tensiones sociales que el sistema procura desactivar u ocultar, pero que acaban encontrando su vía de escape, al menos por un tiempo. Gremlins es en este punto una película ambigua: por debajo de su aparente intrascendencia contiene una crítica social, pero acorde con el espíritu del cuento navideño moralizante, es también, a pesar de su gamberreo, una película conservadora. La sensación que le queda al espectador es que la crítica social queda constreñida precisamente al tiempo que dura la proyección. Liberémonos un rato, riámonos con los excesos de Stripe y su tribu diabólica (cuya imagen más potente es, precisamente, la de verlos reunidos en el cine), saquemos a pasear por un momento nuestro lado oscuro, pero volvamos al redil al encenderse las luces, respetemos las reglas, sigamos soportando la esquizofrenia de un mundo que nos escinde. Vista así, Gremlins sería un ejemplo de lo que paradójicamente podríamos llamar catarsis no transformadora, es decir, la que al salir del cine no nos lleva a transformar la realidad (ni a nosotros mismos), sino a soportarla (y soportarnos) mejor.

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