Hay un momento en Tokyo Fiancee en la que vemos a un hombre ataviado con un kimono tradicional cantando frente a unas vías de tren. Tras observarlo, la protagonista pregunta a su amigo japonés: “¿Qué es lo que hace?”. Él le responde que ensaya en un lugar donde no molesta a nadie, ya que allí sus cantos quedan amortiguados por el sonido de los trenes al pasar.
Esta escena representa perfectamente el modo en que la película se asoma a Japón, como país y como sociedad. Lo que la distingue de la mayoría de las visiones que nos llegan de este cautivador país es que nos lo muestra desde los ojos de una extranjera que ha decidido residir en Tokio. No es una turista, pero tampoco es japonesa. Es una persona irremediablemente atraída por una cultura que siente como suya, ya que por circunstancias nació allí.
El nombre de la protagonista es Amélie, y aunque debido a su naif carácter parezca un guiño a la película de Jean-Pierre Jeunet, no lo es. En realidad, es el autentico nombre de la autora de Ni de Eva ni de Adán, el libro de Amélie Nothomb en el que se basa la historia, una autobiografía en la que ésta rememora el romance que mantuvo con su único alumno de francés cuando se mudo a Japón con 21 años.
Inevitablemente, el particular carácter de la protagonista marca el tono de la narración. Por momentos parece un cuento en el que se mezclan la realidad y la fantasía de las ensoñaciones de nuestra protagonista. Aunque el tono ligero de la historia podría resultar empalagoso, la interpretación de la joven Pauline Étienne como Amélie tiene la suficiente magia y frescura como para que nos dejemos llevar y la acompañemos en su día a día por Japón, descubriendo las peculiaridades de esta cultura a la vez que ella.
El viaje que presenciamos combina preciosos escenarios que parecen imágenes de postal con situaciones bizarras en ambientes que, aun siendo extraños, resultan totalmente creíbles. A veces incluso parece un documental centrado en los pequeños detalles que hacen de Japón un destino absolutamente fascinante, pero sin ocultar que en realidad también resulta inexpugnable para el extranjero.
La naturaleza es usada en la película como representación de esa cara más difícil del país, aquélla que parece estar diseñada para rechazar al gaijin. Las escenas de la llegada de la noche a los pies del Monte Fuji o el tsunami que provoca la explosión de la central nuclear de Fukushima crean momentos de pesadilla que destruirán los sueños de Amélie.
Para decepción de la protagonista, esos momentos extremos provocan que aflore el pensamiento grabado en los genes de la sociedad japonesa, que afirma que las desgracias debe afrontarlas cada uno solo, por sí mismo. La inevitable consecuencia de estos hechos será el alejamiento geográfico y emocional de todo lo que ella ama, al verse desterrada del lugar al que está convencida de pertenecer.
Tiempo después, cuando ya han pasado el miedo y las lágrimas, Amélie podrá echar la vista atrás para recordar la que sólo fue una historia de amor absurda con una persona y un país que en realidad nunca fueron suyos. Y se dará cuenta de que fue una ilusión, de que todo lo que se ama, se convierte en ficción.