Hasta hace no demasiado, si hubiera tenido que elegir entre Fargo (1996) y Pulp Fiction (1994) habría elegido sin dudarlo la película de Tarantino. Aún recuerdo con nitidez el día en que la vi, en la sala grande de los desaparecidos cines Astoria. Su brillantez formal, sus diálogos sorprendentes y sus bizarras historias hicieron que mi generación (yo tenía 20 años) la encumbrara a lo más alto. El lenguaje y el estilo eran puro aire fresco, un territorio nuevo que parecía ser el nuestro. Hoy, en cambio, creo que me quedo con Fargo. La pirotecnia de Pulp Fiction sigue siendo fascinante, pero también un ejemplo perfecto de la ambigüedad posmoderna: esa sensación que nos hace dudar entre si algo es realmente bueno o más bien una nadería de vistoso envoltorio. A medida que nos vamos alejando del núcleo duro de la posmodernidad oímos más veces eso de que algo (una peli, un libro, un disco) “está sobrevalorado”. Es el reflejo de que va aumentando, poco a poco, la distancia crítica sobre una época en la que Tarantino fue (¿es?) el rey. No hay nada sorprendente en ello: es algo que pasa siempre.
Los Coen son otros sólidos aspirantes al trono (no es casualidad que sean, con Tarantino –y Cameron–, quienes antes repitan peli en Bang Bang). Autores de una filmografía que inyecta savia de autor en el cine de género, los hermanos de Minneapolis también manejan con maestría la coctelera posmoderna. En Fargo consiguen trenzar el cine negro, el drama, la comedia costumbrista y hasta la astracanada, en una película que sin embargo mantiene un raro equilibrio interno y en la que destaca una galería de personajes inolvidables, excéntricos y a la vez realísimos, perfilados brillantemente y que son, en el fondo, el verdadero motor de la película.
Ellos contribuyen decisivamente a que Fargo sea un universo caracterizado por rasgos definidos, de ahí que tenga algo de natural la expansión de la película en serie de televisión. Aunque ambas mantienen esa característica mezcla de registros, cada una de las dos temporadas de la serie explota una de las dos principales vetas temáticas de la película: en la primera el tono está dominado por esa comedia de tipos disparatados sello de los Coen, que a veces tiene algo de berlanguismo USA; en la segunda, la trama está más cortada por el patrón del cine de gángsters.


Pero lo que hace de Fargo una gran película es la manera en que una pequeña población de la Norteamérica profunda retrata la condición humana y en particular algunos de los desgarros de los hombres y mujeres contemporáneos. La historia que nos cuenta es en apariencia sencilla: Jerry Lundegaard (William H. Macy), un vendedor de coches, contrata a Carl (Steve Buscemi) y Gaear (Peter Stomare) para que secuestren a su mujer. La idea no es hacerle daño, sino sacarle el dinero del rescate a su suegro, un acomodado hombre de negocios interpretado por Harve Presnell. El móvil de Jerry no es la ambición o la codicia, sino algo más disculpable: quiere ser alguien, elevarse por encima de su vida provinciana, con su rutinario matrimonio, su mecánico trabajo y su irremediable aburrimiento. Lo que Jerry quiere es una oportunidad, financiación para un proyecto empresarial que le convierta en su propio jefe y muestre al mundo que es capaz de algo más en la vida que cuadrar balances de ventas de coches en un pequeño pueblo sepultado en la nieve. Por supuesto, las cosas se torcerán, porque el destino de Jerry es precisamente comprobar que, por duro e injusto que sea, no puede dejar de ser lo que es, y que su empeño en conseguir algo que no está a su alcance sólo puede llevar al desastre general.
Carl es un personaje que va en paralelo al de Jerry. Ratero de poca monta, también quiere dejar de ser un pringado. Sospechamos que no es del todo un mal tipo, sólo alguien a quien las cosas le han ido mal y que ha pasado a formar parte de la legión de los humillados y ofendidos. Carl verá en el fingido secuestro de la mujer de Jerry su oportunidad. Pero le sucederá lo mismo que a aquél: las cosas no saldrán según sus planes, y el mundo tendrá la ocasión de recordarle cruelmente que el suyo es un destino de perdedor.
El mayor logro de Fargo es que el tono de farsa y patetismo cómico de estos personajes ridículos y zarandeados por una suerte adversa se sostiene en un fondo de tragedia. No es una tragedia automática e inevitable, pues los personajes ponen en marcha los mecanismos de su destrucción, pero también es cierto que hay algo de fatalidad en la manera en que se desarrollan los acontecimientos. En realidad la dimensión trágica de Fargo esconde también una dura crítica al sueño americano. Porque es la insatisfacción ante la perspectiva de una vida corriente la que desencadena el desastre. La necesidad de realizar el sueño americano lleva a los personajes a forzar su propia naturaleza, a salir de su piel para alcanzar un ideal que en el fondo les es ajeno. Y a la vez, ese sueño revela su condición depredadora y su carácter de máquina de producir perdedores.
Frente a esta dinámica trágica, el memorable personaje de Marge Gunderson, la policía encargada de la investigación del caso que interpreta maravillosamente Frances McDormand (también el trabajo de Macy y Buscemi es sensacional), da el contrapunto de calma. Embarazada de su primer hijo, Marge no vive cautiva de la ambición que arrastra a los demás personajes. Su realización personal no depende del éxito material, sino del amor, para el que el mundo provinciano y poco estimulante de la Minnesota rural no es ningún problema. Será Marge la que al final de la película, una vez resuelto el caso, contraponga su visión positiva de la vida al desastre absurdo del resto.
Fargo es una obra maestra que con el paso del tiempo ha ido destilando un clasicismo nuevo. Una película que no sólo atrapa durante su metraje, sino que deja un poso duradero porque habla de nosotros y de los dilemas de nuestro mundo. Sí, definitivamente hoy prefiero Fargo a Pulp Fiction. Será que me hago mayor. Lo bueno es que no hay que elegir. No: lo bueno, lo mejor, es ver las dos en Bang Bang.