No hay duda de que el boxeo es el deporte con mejor fortuna cinematográfica, el que más y mejores películas ha inspirado, muy por delante del resto. El automovilismo podría ser el siguiente, o el béisbol, o quizá el atletismo, pero todos ellos lejos del gran deporte del cine. Y aunque en los últimos años ha ido recuperándose, el fútbol, el deporte rey, sigue sorprendiendo por la distancia entre su apabullante y creciente hegemonía social y su impacto en el cine.
Está claro que ninguno puede competir con la continuidad en el tiempo y, sobre todo, con la lista de grandes películas que tienen al boxeo como protagonista. Basta recordar desde El boxeador (1926), de Buster Keaton, o El campeón (1931), de King Vidor, pasando por Marcado por el odio (1956), de Robert Wise; Más dura será la caída (1956), de Mark Robson; Fat City (1972), de John Houston, o Toro salvaje (1980), de Martin Scorsese, hasta llegar más recientemente a Million Dollar Baby (2004), de Clint Eastwood; Cinderella Man (2005), de Ron Howard, o The Fighter (2010), de David O. Russell. Sin olvidar la magnífica variación pressing-catch de The Wrestler (2008), de Darren Aronofsky, o la huella del boxeo en la más icónica película de los 90, Pulp Fiction (1994), de Tarantino, con un gran Bruce Willis en el papel de boxeador que busca vengarse y reivindicarse.

Esta tradición cinematográfica se explica seguramente por que el boxeo era uno de los deportes más populares del mundo, también en Estados Unidos, durante toda la primera mitad del siglo XX, cuando el cine estaba sentando las bases de su centralidad como el arte por excelencia de nuestro tiempo. Se concretaron entonces géneros y subgéneros, y en ese proceso el boxeo cuajó como un género lleno de posibilidades dramáticas y con una fuerte impronta social. Esa combinación de la vigencia social del boxeo y sus cualidades cinematográficas produjo una primera edad de oro del género que marcó de modo definitivo su personalidad y su universo.
Y es que las películas de boxeo son con frecuencia retratos de la exclusión social: barrios duros, vidas difíciles, y el boxeo, es decir, la lucha, como única alternativa para la integración y el respeto. Y no pocas veces, también la manera de alcanzar el sueño americano. Sólo que al mostrar la dureza de los golpes en el camino a ese sueño, las películas de boxeo son a menudo una crítica a un sistema que exige al individuo su casi destrucción en la tarea.
Pero, por eso mismo, también es un género profundamente “americano”, ya que viene a sostenerse en los valores del individualismo capitalista: si uno entrena duro, si se esfuerza, si se sobrepone a la dificultad, es decir, si lucha, entonces tiene una oportunidad de salir adelante, de conseguir el triunfo. Se trata de un género que revela la capacidad y a la vez el límite de la autocrítica norteamericana: puede señalar los defectos de la realidad con contundencia, muchas veces incluso con crudeza, pero dentro de unas coordenadas que (casi) siempre desactivan la verdadera subversión.
En esta tradición se inserta Rocky (1976), una de las más icónicas películas inspiradas en el boxeo, escrita y protagonizada por Sylvester Stallone, verdadero impulsor del proyecto, y dirigida por John G. Avildsen. Fue un gran éxito y se llevó además nada menos que tres Oscars, y de los gordos: mejor película (¡por delante de Taxi Driver!), mejor dirección y mejor montaje. Lanzó al estrellato a Stallone y puso en marcha una rentable saga (que incluye una película muy apreciada por una parte del público bangbanguero: Rocky IV). Pero sobre todo creó un personaje que ha quedado en el imaginario colectivo de varias generaciones: Rocky Balboa, El Potro Italiano (en inglés, The Italian Stallion, en obvia alusión a “Stallone”, que además de “potro” también quiere decir “semental”).
Rocky está siempre entre los clásicos del cine de boxeo, pero nadie puede negar que como película, a pesar de esos tres Oscars, está lejos de obras como Toro salvaje o Marcado por el odio. Su guion es no pocas veces cercano al absurdo. Pienso sobre todo en las escenas domésticas con Paulie, el personaje interpretado por Burt Young (estupendo actor por otra parte), que se disparan enfáticamente hacia el drama social de un modo que resulta más bien cómico. O el punto kitsch del clan de Apollo, empezando por él mismo, con su estrategia comercial para el showbusiness. Pero lo peor es quizá esa sensación frecuente en la película de que las situaciones y los diálogos están demasiado subrayados, autoexplicados, y que para compensar esa falta de sutileza se inclinan a la exageración, se ponen a gritar (literalmente).
Quizá por eso mismo los elementos que escapan a esos defectos resultan más efectivos y nos seducen con un plus. Es cuando asoma el encanto naíf de la película, que es el del propio Rocky, el niño grande y bobalicón, pero de buen fondo, que acaba entendiendo que lo que de verdad importa no es el título mundial de los pesos pesados, sino la redención personal, la recuperación de la confianza en sí mismo y, sobre todo, el amor, el amor por Adriane (ese Rocky que grita «Adriane» como Brando gritaba «Stella» en Un tranvía llamado deseo es otro momento entre entrañable y psicotrónico de la película). Todo ello aderezado, es cierto, con generosas dosis de autoayuda.
Por eso las imágenes más recordadas de la película no son las del combate, sino las del entrenamiento: las terneras colgadas como sacos, las carreras por el muelle, y sobre todo esas escaleras del Museo de Arte de Filadelfia, la cima desde la que Rocky renueva el sueño americano mientras suena la música de Bill Conti. Una escena que forma parte de la historia del cine y que, no hay duda, va a ser uno de los momentos míticos de Bang Bang.