Hace pocos días Bang Bang Zinema participó en Tabakalera en el ciclo de cine y ciencia “Lo desconocido”, organizado por la Filmoteca Vasca y el DIPC. En esta ocasión el doblete Bang Bang estuvo compuesto por los dos Blade Runner: la obra maestra de Ridley Scott (1982) y la más que apreciable secuela de Denis Villeneuve (2017). Disfrutar del poderío visual de estas dos películas en la magnífica sala de la Filmoteca fue una experiencia que los asistentes guardarán seguro entre sus top cinéfilos (y quizá hasta guarden también el recuerdo de Anjel Alkain parodiando a Rutger Hauer y su célebre monólogo final: “Yo he visto cosas…”).
Dice Italo Calvino que los clásicos son aquellas obras que nunca terminan de decir lo que tienen que decir. Los espectadores o lectores seguimos encontrando cosas nuevas en ellas. Cada tiempo y cada generación hallan en estas obras una manera de entenderse o al menos de acercarse a sí mismos, una formulación de sus anhelos e inquietudes. Por eso un clásico es también un contemporáneo permanente.
¿Por qué hablo de esto? Porque viendo de nuevo la película de Ridley Scott se me ocurrió pensar en una conexión bastante bizarra, pero quizá no del todo inútil, con Niebla, una de las mejores novelas de Unamuno (publicada en 1914, aunque escrita en 1907). ¿Ridley Scott y Unamuno? ¿Fantaciencia ochentera y castizo experimentalismo fin de siglo? Pues sí, aunque en realidad la conexión sería más bien con la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), origen del guion de Blade Runner firmado por Hampton Fancher y David Peoples, y en el que también intervino Roland Kibbee.
Una de las escenas clave de Blade Runner es la visita que Roy (Rutger Hauer) le hace a su creador, el genio de la biomecánica Eldon Tyrell (Joe Turkel), presidente de la corporación que fabrica los replicantes. Y es precisamente esta escena la que podemos poner en diálogo con el capítulo XXXI de Niebla, en el que se expone la idea esencial de la novela: la tenue y equívoca frontera entre realidad y ficción, entendida en clave existencialista, es decir, como un trampantojo de la muerte.
En la novela de Unamuno el personaje protagonista, Augusto Pérez, también acude a visitar a su creador: en este caso al narrador de la novela, al propio Unamuno. Las visitas de Roy y de Augusto a sus respectivos creadores comparten importantes elementos en su puesta en escena. En ambos casos los creadores están solos en lo que podemos definir como su santuario: Tyrell, en el elegante dormitorio situado en la cúspide de una inmensa pirámide que domina la ciudad de Los Ángeles; Unamuno, más modestamente, en el despacho-librería de su casa de Salamanca. Tanto Roy como Augusto se presentan sin previo aviso. (Conversar con tu creador no es una cita que uno pueda concertar con antelación, como la del dentista o el notario).
Ambos espacios están caracterizados por elementos asociados al conocimiento: el ajedrez y la lechuza en Blade Runner; los libros en Niebla. Y es que los dos diálogos entre creador y criatura se desarrollan también de un modo parecido. Tanto Roy como Augusto buscan respuestas a su crisis existencial, revelaciones de sus Dioses que ofrezcan un sentido a su vida. Augusto, según nos dice el narrador, ha decidido suicidarse, y Roy, liberado de su condición de esclavo y enamorado de Pris (Daryl Hannah), sufre porque ha llegado a la conciencia plena de su mortalidad. Porque lo que ambos anhelan por encima de todo es que sus creadores alarguen su vida, que los salven de la muerte.
Pero ninguno encuentra consuelo en su creador. Tanto Unamuno como Tyrell los invitan a resignarse a su destino. Más duro y distante el primero, que al principio incluso parece recrearse un tanto en la zozobra de Augusto. Más cálido y paternal el segundo, que recibe a Roy como a un hijo pródigo. Abocados a la frustración, ambas criaturas se rebelan. Augusto le recuerda a Unamuno que quizá él también sea el sueño de otro soñador, que puede que su realidad sea tan inconsistente como la de su personaje, y que él, y todos quienes lean su historia, también morirán. Incluso le confiesa a Unamuno que ha albergado la idea de matarlo.
Roy lleva más lejos su rebelión. Ya no es una sofisticada herramienta de trabajo (soldado, minero…). Es un fugado, y por eso mismo es ya un hombre libre. No está dispuesto a perdonar a su creador la calculada limitación de su tiempo. La obsolescencia programada puede valer quizá para las cosas, pero él ya no es un objeto. Saberse mortal lo ha vuelto humano. Y si al final de la película la comprensión definitiva de esta humanidad le lleva a amar la vida y a perdonársela a Deckard, frente a Tyrell el dolor de una muerte segura y cercana estalla aún de un modo terrible.
Esta diferencia entre la relativa resignación de Augusto y la rabia incontrolada de Roy refleja un cambio profundo en la cultura del siglo XX: la distancia que va desde el malestar pre-existencialista de comienzos de siglo a la angustia producida por las sombras de la utopía biológico-tecnológica de su segunda mitad. Pero ambos son eslabones de una misma cadena. En Niebla, el Dios-Creador aún conserva su autoridad, a pesar de verse ya cuestionado. Es el momento en el que el ser humano vive una crisis radical, porque comienza a entender que está solo en un universo sin sentido, en el que nada escapa a la muerte y donde no hay verdades sólidas a las que agarrarse. Pero esa crisis adopta aún la forma de una búsqueda, la de aquello que hasta hace poco estaba ahí, pero que ya no está.
En Blade Runner, en cambio, aunque también se percibe de fondo este desamparo metafísico en los personajes que pululan por esa Los Ángeles oscura, lluviosa y posmo-barroca, el dolor existencial nace de la incapacidad de la ciencia y la tecnología para vencer a la muerte. Dios hace tiempo que ha muerto, y el ser humano ha pasado de criatura a creador. Pero sus creaciones son, como él, limitadas. Tyrell es un genio de la ciencia, pero es mortal, y también lo son sus replicantes. La rabia de Roy es la rabia del ser humano ante su insuficiencia. Prometeo comprende que el fuego no hará de los hombres verdaderos dioses. Y “llora” las lágrimas más famosas del cine.
Por cierto, también el capítulo XXXI de Niebla se cierra con una lágrima…
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