¿Qué se puede decir de una película de culto de la que ya se ha dicho todo?
La princesa prometida (Rob Reiner, 1987) es un film que quienes hayan visto recordarán a la perfección. Para toda una generación supuso el descubrimiento de una película que emociona, que nunca cansa, que siempre sorprende y que no envejece. Todo en ella encaja a la perfección: la consistencia del guión, el encanto de los protagonistas, la solidez de la narración… todo ensamblado con el fondo de la banda sonora inolvidable de Mark Knopfler. De hecho, esta película no sería la misma sin su música.
Los fans de este cuento habitamos en un espacio de lugares comunes. En el reino de Florín nos encontramos como en casa. Trepamos por los Acantilados de la locura junto al Pirata Roberts, participamos a muerte en la Batalla de ingenio, nos enfrentamos a roedores gigantes a través de los horrores del Pantano de fuego, buscamos sin descanso al hombre con seis dedos en la mano. Recitamos sus frases memorables: “La muerte no detiene al amor, lo único que puede hacer es demorarlo”.
Esta película es tan icónica que perdura hasta hoy. David Trueba titula “Iñigo Montoya” una columna de opinión este pasado viernes en El País. Y precisamente, a cuenta de la campaña política en EE.UU., donde a uno de los candidatos republicanos, Ted Cruz, parece que le gustaba repetir en sus infumables mítines eso de “Me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. En opinión de Trueba, “Ted Cruz sería como un Íñigo Montoya que les diría a los malos eso de prepárate a morir. Y la cosa le funcionaba mientras se postulaba para sheriff de su país. Hasta que Mandy Patinkin (el actor que interpreta a Montoya en la película) le mandó callar y desde el epicentro de la catástrofe humanitaria de los refugiados le contestó. En lugar de repetir tanto aquella frase, podría haberse fijado en otra que dice su personaje cuando alcanza la lucidez. La frase es preciosa y el actor se la propuso al político como nuevo mantra: “Me he dedicado durante tanto tiempo al negocio de la venganza que ahora que ha terminado, ya no sé qué hacer con el resto de mi vida”.
Ahí es nada.
Para los que tengan la suerte de no haber visto todavía esta película, ¿qué se les puede decir? Que este es el cuento de los cuentos, las historias dentro de la historia. Se reúnen todos los modelos narrativos, legados anteriores, referentes universales. El cine, en este sentido, es una máquina perfecta para poner en escena estos argumentos universales y dotarlos de la frescura que aporta el lenguaje cinematográfico.
En esta historia tenemos un amor que tiene que ser puesto a prueba porque se trata del “amor verdadero”. Y como tal tiene que vencer todos los obstáculos que se le ponen por delante, incluida la muerte. Eso sí, este cuento tiene su punto transgresor, ya que aquí se da la vuelta al personaje de Cenicienta y “ella” es la princesa y “él” un mozo de caballerizas.
También tenemos venganza. En esta ocasión una venganza que guía la vida del personaje de Iñigo Montoya, con el que todos nos identificamos como si sospechásemos que el deleite que nos va a deparar su venganza va a ser muy superior a cualquier otro placer. Aunque al final aprendamos que, cuando la venganza termina, nos quedamos fríos. No hay un final reparador y redentor, de hecho parece que no queda nada.
La aventura clásica corre por un guión lleno de ingenio con todos los ingredientes imprescindibles: Princesas y príncipes, piratas, gigantes, malvados de libro. Tipos valientes y honrados (“Parecéis un hombre decente, lamentaré mataros / Vos también lo parecéis, lamentaré morir”). Personajes ruines pero inolvidables (“Nunca luches contra un siciliano cuando la muerte está al acecho”). Mujeres que se rebelan contra su destino. Uno de los mejores duelos de sable de la historia del cine. Ternura, comedia, drama. Lo dicho, todos los géneros, todas las historias.
Los que participamos del culto a esta película volveremos a acercarnos a ella para sentir que el tiempo no ha pasado. Que a pesar de la distancia que dan los años seguimos dejándonos atrapar por un cuento. Aunque nos sintamos llenos de una mezcla de nostalgia, confusión y sorpresa. Porque, nos guste o no, la vida mancha y nos transforma. Que se lo digan a Cary Elwes, el protagonista Wesley, que ha visto cómo su carrera en el cine se mantenía en un nivel más que discreto. O a Chris Sarandon, el malvado Príncipe, que pasó de una nominación al Oscar a mejor secundario por “Tarde de perros” a diluirse en obras de teatro y algún musical. De la película a la realidad. ¿Quién se acuerda de ellos? ¿Quién se acuerda de nosotros?
Esté claro: “la vida es dolor, alteza, quien diga lo contrario pretende engañaros”.
Las trayectoria más interesantes, sin embargo, han sido los de Mandy Patinkin y una Robin Wright que empezaba su carrera. Ambos nos recuerdan que el paso del tiempo nos arrebata la inocencia.
Iñigo Montoya, al no saber qué hacer con su vida después de matar al Conde, se ha convertido años después en el Saul Berenson, de Homeland, un tipo de la CIA que bucea en las oscuras aguas de la actual guerra fría en Oriente Medio. Un personaje acorde con los tiempos, oscuro, manipulador, desconcertante. Un ejemplo muy alejado de las certezas de Iñigo Montoya sobre el honor, la verdad y las líneas indudables que separan lo decente de lo que no lo es.
Pero sin duda, la mayor dosis de realidad llega de la mano de Robin Wright. Su viaje de la dulce Buttercup a la Claire Underwood de House of Cards no tiene desperdicio. Nuestra dulce Robin se ha convertido en una mujer poderosa, influyente, segura de sí misma y de sus ambiciones. Una mujer de armas tomar, sin miedo a las consecuencias y dispuesta a todo, a hacer sufrir a las personas, utilizarlas, manipularlas e incluso extorsionar a una mujer embarazada, amenazándola con la vida de su hijo por nacer. Una mujer de la que su marido afirma: “No sé si admirarla o tenerle miedo”.
En qué nos hemos convertido ¿eh?
Por eso, los que ya tenemos vista la película, y unos años encima, no perdamos la ocasión de recordarnos “tal como éramos”. A lo mejor recuperamos algo de nuestro viejo espíritu y ganas por encontrar aquello que de verdad merece la pena: encontrar (o conservar) el “amor verdadero”, acabar con los malos y hacer un poco de justicia de la buena en el mundo.
Aquellos que no la hayáis visto y tengáis más de treinta años, ya estáis tardando. Hay un agujero en vuestras vidas que tenéis que llenar.
Y los menores de treinta… Probablemente ni siquiera lleguéis a leer este post. Es una nueva generación. Los periodistas, los expertos en marketing y los investigadores sociales se han sacado de la manga la existencia de una formación social conocida como “Generación Y”, aquellos nacidos entre mediados de la década de 1980 y mediados de 1990. Los primeros seres humanos que no han vivido nunca en un mundo sin internet. Esto es, una generación cuyas preguntas se dirigen en general a la Wikipedia, a sus conocidos en Facebook o a los adictos a Twitter. Son la primera generación de la historia en medir sus amigos por centenares, miles incluso. Y son los primeros en pasar la mayor parte de sus horas “socializando” a través de conversaciones, aunque no necesariamente en voz alta ni tampoco empleando frases completas.
Pero no voy a ser como el abuelo de la película que juega con su nieto a enseñarle a través de un simple libro los valores del amor, la amistad y el esfuerzo. En un mundo donde nos hemos convertido en Saul Berenson o Claire Underwood es muy presuntuoso dar lecciones a nadie. En todo caso, si por una remota casualidad veis la película y os emociona, entonces puede que no todo esté perdido. “Quizá no sea tan malo. Intentaré no dormirme”.
Eso sí, un consejo para todos: “Nunca te metas en una guerra de conquista en Asia”.
P.D. Debo confesaros una cosa. Yo tampoco soy zurdo. Y dejémonos de metáforas. Confieso también que he practicado esgrima durante siete años. Tengo un sable. Y sé cómo usarlo. Así que en el caso de que “falles” a tu cita el sábado 13, mejor “prepárate a morir”. Porque un día de estos, cuando menos te lo esperes, me vas a encontrar delante de ti. Y voy a hundir tres pulgadas de acero en tu negro corazón.